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En política, como en el deporte, el que gana es el que goza. Normalmente los protagonistas, son respetuosos en la victoria. Otra cosa son las barras bravas. Egan Bernal, como tantos otros, tomó posición, en su caso en contra de Petro, en el reciente proceso electoral. La reacción de algunos seguidores del bando victorioso (infortunadamente no pocos) ofenden y rayan en lo obsceno. Triste forma de tratar a un colombiano universal, pensando en cultura, artes y deporte, el personaje nacional más relevante junto a Gabriel García Márquez, y Fernando Botero (con permiso de Alejandro Obregón).
El Tour de Francia, aquel que Egan ganó en 2019 con 22 años, es el evento deportivo más visto cada año del planeta. 3.500 millones de telespectadores disfrutan de la ronda francesa. 3.3.00 millones siguen (cada cuatro años) el mundial de fútbol, 2.600 el de cricket millones, 2.000 los JJ.OO de verano.
Egan es el primer latinoamericano que triunfa en Francia, apenas el segundo ciclista del continente americano. Su triunfo en Francia es el mayor logro de deportista colombiano alguno, y, como anoté, pensando en deporte, cultura y artes lo pone a la altura de los grandes íconos de nuestro país.
Los logros de Bernal no han sido obstáculo para que sea insultado, hayan dañado imágenes suyas o hasta se burlen de su caída en el ranking de la Unión Ciclista Internacional motivado por aquel accidente que casi le cuesta la vida. Todos tenemos derecho a disfrutar o no de los libros de García Márquez, apreciar o no las obras de Fernando Botero, o celebrar o no las victorias de Egan. Pero duele que, por sus opiniones, compatriotas confundidos pretendan hundir la carrera del deportista más grande que ha parido este país.
La historia está llena de desagradecidos, impulsados por obcecación ideológica. En la Unión Soviética de los años treinta, en contraposición a los demás clubes que el régimen comunista promovía directamente, los hermanos Starosin convencieron a una cooperativa de trabajadores a financiar el Spartak de Moscú. El éxito popular y deportivo de club, y su estructura casi democrática llevó al régimen de Stalin a acusarlos de ser un “club privado”. La NKVD (precursora de la KGB) los terminó mandando a Siberia.
García Lorca fue asesinado por “socialista, masón y homosexual”. A Pablo Neruda, semanas después del golpe de estado, el régimen de Pinochet seguramente lo envenenó. El mismo a quien Carlos Caszely, estrella chilena y socialista convencido, se negó a saludar cuando el dictador salió a despedir al equipo rumbo al Mundial de Alemania 1974. Con las manos en la espalda, no saludaría al responsable de torturar a su mamá. Sería la última historia que contó un periodista que vio la escena.
En Colombia, la historia es menos dramática. Hay un presidente electo democráticamente. No habrá torturas por votar diferente. Pero es inadmisible la reacción de odio contra un colombiano universal. Tristemente sabemos que en este país los odios degeneran en violencia con facilidad pasmosa. Admiremos al deportista, respectemos al ciudadano.
Semanas después, el turno fue de otro ídolo colombiano. En pleno Tour de Francia el turno le tocó a Rigoberto Urán quien se atrevió a afirmar que “no se pueden comer ese cuento de vivir sabroso”. En su opinión hay que “apretar y trabajar porque nadie le regala nada a uno”. Como a Egan, aunque con menos virulencia, se le vinieron encima. Argumentan muchos que un deportista no debe opinar sobre política. En realidad, lo que sucede, es que en este escenario de peligroso unanimismo político que vivimos, no aceptan que muchos de sus ídolos vayan en contra de las convicciones que marcan tendencia.
El deportista, algunos quieren olvidarlo bajo la cortina de la fama, es también un ciudadano. Como tal tiene derecho a opinar o no sobre política. Hace unos años, John Carlin, prestigioso periodista quien escribía entonces en El País de España, acusaba de cobarde a James Rodríguez por no posicionarse públicamente a favor del Sí en el referendo que debía o no aprobar el texto negociado entre el gobierno Santos y las FARC.
Bajo el paraguas de la figura pública, se olvida que ni Egan ni Rigo fueron los primeros ni serán los últimos que expongan sus ideas políticas siendo deportistas de élite. Quizás uno de los casos más famosos sea el de Sócrates, activista central de la Democracia Corinthiana que, en 1982, en plena dictadura brasileña, participó activamente en la revolución democrática del Corinthians. En tiempos en que la democracia brillaba por su ausencia, el equipo decidió que toda decisión se tomaría con base en la mayoría de votos. Votaban desde el sistema de juego, hasta la repartición de premios pasando por el horario de entrenamiento. Como afirmó Sócrates alguna vez, al pisar el césped, estaban luchando por recobrar la libertad. Así, salieron con lemas en sus camisas como “Día 15 vote” promoviendo la participación en las elecciones parlamentarias de 1982, las primeras desde el golpe de 1964.
No tan conocido, pero también valiente, fue el caso de Grosics, arquero de la maravillosa Hungría que perdió la final del Mundial de 1954. En su caso, su alineación contra el comunismo reinante era conocido y perdonado por ser titular de un equipo destinado a ser campeón mundial. Perder la final, sin embargo, lo cambió todo. Tras el mundial, arrestado durante el calentamiento de un partido, fue interrogado, maltratado y encarcelado por quince meses. Su liberación fue condicional a exiliarse lejos del ruido mediático de la capital. Se le permitió jugar en un pequeño equipo minero de la provincia.
Hace menos, Megan Rapinoe, estrella del equipo femenino de Estados Unidos, alzó su voz contra el populismo del entonces presidente Trump. En un país polarizado, su voz tuvo eco en demócratas, pero fue repudiada por republicanos. Se escuchó el trillado, figura pública no debe opinar.
Se equivocan. Son ciudadanos, mientras haya libertado, precisamente porque hay libertad, opinar de política es un derecho fundamental.