El fútbol hoy: analítica y visualización de datos

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Tags: SuperLiga Europea; Champions League

En un horario extraño, domingo, horas de la noche en Europa, doce de los clubes económicamente más poderosos del mundo anunciaron la creación de un torneo que denominaron SuperLiga. El anuncio llegó horas después de que la UEFA anunciará que sancionaría a todos aquellos que se salieran de su jurisdicción. La historia dirá sobre el orden de los anuncios, pero más se discutirá sobre la duración del proyecto. Seis equipos, los ingleses, tardaron apenas 48 horas en retirarse del proyecto. ¿Por qué nació la SuperLiga? ¿Por qué ha tenido que recular? ¿Por qué no me gusta?

La idea de un torneo donde los grandes clubes europeos manejen ellos los recursos no es nueva. En los años ochenta Silvio Berlusconi, recién llegado al Milan negociaba con el Real Madrid la creación de un gran torneo que, en este caso, transmitiría su empresa de telecomunicaciones, Fininvest. Aunque con bastante más ruido mediático del que podríamos suponer, el proyecto no se llevó a cabo, pero no fracasó del todo. En 1992 la UEFA estrenó la Champions League, un proyecto que cambiaría el mundo, pero cuyo formato tenía una gran falencia: sólo había un participante por país. Era entonces, de verdad, una liga de los mejores. Los de cada país.

La Champions League se vio favorecida por la denominada sentencia Bosman. En 1995 Europa abrió el mercado futbolístico a todo aquel que fuera ciudadano europeo. Los equipos ya no tendrían que restringir el número de extranjeros sino podrían tener plantillas multinacionales. Pero la inversión en activos requiere ingresos adicionales. De ahí que la presión de los clubes llevó a que en 1997 entrarán en liza los subcampeones, y en 1999 se comenzó a utilizar el coeficiente UEFA para admitir hasta cuatro equipos por país en la Champions League.

Esta evolución se dio entre amenazas y presiones de los grandes clubes europeos que buscaban cada vez una mayor parte de la torta de ingresos que genera, la que es sin duda, la competición de clubes más importante del mundo. Entre acusaciones (no tan alejadas de la realidad) de falta de transparencia, y un interés genuino por redistribuir recursos más allá de las cinco grandes ligas, la UEFA cada vez encontraba más dificultades para convencer a los equipos más poderosos de que los recursos eran limitados.

El flujo de dinero generó tal concentración de poder entre los grandes de Europa que comenzó a influir en los resultados deportivos. De repente la primera ronda de la Champions, con la participación de equipos “menores”, no generaba el interés comercial que esperaban y necesitaban los grandes. Porque la espiral de gastos se hacía insostenible.

La pandemia no fue más que una excusa de un proyecto que lleva gestándose años. Los clubes perdieron, como hemos perdido todos en el planeta. La oportunidad, sin embargo, estaba servida.

El fútbol tiene una característica económica casi única. Es un cartel legal. En cada país sólo existe una liga profesional que, con conocimiento de las autoridades de competencia, coordina todos sus movimientos. Algunas, como la inglesa o la alemana, son históricamente solidarias. Otras, como en España o Italia han estado desproporcionalmente desbalanceadas hacia dos equipos en España (Real Madrid y Barcelona), tres en Italia (Juventus, Inter y Milan). Pero un cartel requiere de coordinación, y esto se dificulta cuantos mas miembros tenga el mismo. Además, de cara a Europa, existe un regulador externo que es el dueño de la casa: La UEFA. Habiendo explotado todo lo posible el cartel local, había llegado el momento de hacerlo en Europa.

La SuperLiga no es más que un esfuerzo para saltarse el regulador y crear un cartel con todos los beneficios que ello conlleva. El más importante de todos, ellos deciden cuánto se van a repartir de esos precios supracompetitivos. La SuperLiga, se decía, comenzaría por entregar unos ingresos de 400 millones de euros por cabeza para superar sus pérdidas de la crisis. Como todo cartel, su objetivo no es otro que maximizar beneficios. De ahí que una de las frases que más me llamó la atención era la de un dirigente de club diciendo que “el objetivo primario es maximizar nuestros ingresos y beneficios. El interés general del fútbol es un problema de segundo orden”. En Twitter, con buen criterio, se dijo “Ve, como en Micro 101”. Completamente de acuerdo. Pero la carrera de economía va más allá del primer semestre.

Los dueños de estos equipos, particularmente los que vienen de Estados Unidos no entienden porque su inversión tiene que correr riesgos “innecesarios”. ¿Por qué existe el peligro de descender? ¿Por qué deben jugar en estadios chicos, contra rivales cuya ciudad no son capaces de ubicar en el mapa? Con una mentalidad muy americana, ellos buscan enfrentarse a los grandes, una semana sí, la otra también.

En el lado europeo se encontraron con dos personajes con intereses muy afines. Giovanni Agnelli y Florentino Pérez. El italiano cambió el escudo de la Juventus porque busca crear una marca que vaya más allá del fútbol, que represente a la gente joven que no busca disfrazarse de futbolista, sino que viste elegantemente. Además, su abrumadora superioridad en Italia hace que el éxito o fracaso se determine por su rol en Europa.

Florentino Pérez, quien desde hace años ha intentado que el Real Madrid de baloncesto sea una franquicia de la NBA, ha impuesto un régimen cuasi dictatorial en el equipo blanco. El equipo es nominalmente de los socios, como el Barcelona. En 2012, tres años después de su regreso a la presidencia del club cambió los estatutos. Para ser presidente del Real Madrid hay que tener 20 años de antigüedad y, además avalar con patrimonio personal el 15% del presupuesto. Laporta, en el Barcelona tuvo que hacer ese aval, pero no se le exigía que él personalmente fuera multimillonario. Porque 15% de un presupuesto cercano a los mil millones de euros es mucho dinero.

Agnelli y Pérez, con fuerte mentalidad americana, y los dueños del Liverpool y Manchester United trabajaron por un interés común: ampliar la torta, y recibir un pedazo más grande de la misma. Pero el deporte tiene otra particularidad. A diferencia de una empresa, la idea no es eliminar a la competencia. Ella se necesita porque jugar contra sí mismo debe ser muy aburrido. Así que invitaron a los otros ricos del continente. La lógica de esas invitaciones no se sabrá, al menos en mucho tiempo, pero sí se sabe, por ejemplo, de la presión de Pérez para incluir al Atlético de Madrid en la fiesta. El derby es fuente de recursos importantes para el Madrid. Con el mismo criterio, seguramente, fueron incluyendo en Inglaterra a los demás grandes, incluyendo el Tottenham que hace décadas no gana una liga.

Ahí, pienso, comenzaron a generarse grietas. Invitando al PSG, además del Borussia Dortmund y Bayern Munich lograban incluir a las cinco grandes ligas europeas. Pero a cambio, dejaron por fuera instituciones futbolísticas de mucho más peso histórico en Europa que el Tottenham, e incluso que el Arsenal, Chelsea o City. Ni Ajax, ni Porto, ni Benfica.

He ahí el otro gran problema del proyecto. Desconocían o, quizás mejor, despreciaron el peso de la historia. El fútbol es un deporte muy conservador, y la historia es parte viva del presente. Quizás más que en ninguna otra industria, deportiva o no. Durante su larga sequía sin ganar títulos, el Liverpool siguió siendo un grande, porque contaba con una historia mítica.

El fútbol en Alemania es muy pasional. Es algo que no entendemos aún en América Latina. El Schalke 04, por ejemplo, tiene un cementerio para sus hinchas. En Alemania, como en Inglaterra, el fútbol es muy local. Con excepción del Schalke 04 en sus años gloriosos antes de la Segunda Guerra Mundial, y actualmente del Bayern Munich, no hay equipos que generan un interés masivo a nivel nacional. Además, siendo los equipos de sus hinchas, con una fórmula donde deben controlar al menos el 50% más una de las acciones, entrar a un torneo cerrado, era poco viable. El PSG no entraría porque sus dirigentes van a organizar el Mundial del 2022 y poco interés tienen en enemistarse con FIFA. Además, son dueños de beIN que tiene los derechos de la Champions League para varios países. Pocos incentivos de corto plazo.

Más importante, los americanos no entendieron cómo funciona el fútbol en Inglaterra. Ellos compraron unos activos, y el club es suyo. Efectivamente pueden trabajar para maximizar sus ingresos y sus beneficios. Pero entre esos intangibles está la historia de equipos que han sufrido y compartido con sus respectivas comunidades. En los años ochenta, mientras la ciudad de Liverpool se hundía con el alto desempleo, y las autoridades locales luchaban directamente contra la presión de la Primera Ministra Margaret Thatcher, el club fue el orgullo que además se solidarizaba con sus hinchas. A tal punto que a los jugadores se les pedía no hacer ostentaciones innecesarias. En términos de hoy, no podrían llegar en Ferraris.

Los hinchas en Inglaterra lo son de su equipo. El del barrio, el de su papá y mamá, el de su ciudad. Sigue siendo así hoy como lo era ayer. Otra frase que salió en estos días de turbulencia fue un dirigente estadounidense de uno de los equipos ingleses diciendo que el hincha actual era “de legado”. Que ellos buscaban el hincha del mañana. El problema es que es el hincha “de legado” quien va al estadio. A ese hincha poco le importa que haya miles de aficionados que se trasnochan en Tailandia para ver al Manchester United. Ellos viven por el equipo de su ciudad, aquel que han apoyado en las buenas y las malas durante más de 100 años. El City, recordemos, tiene miles de hinchas, después de vivir eternas frustraciones propias y ajenas. El United era consistentemente el equipo más rico y uno de los más exitosos del mundo. 40 años de ostracismo nunca los dejó sin aficionados. Y si algo demostró la pandemia es que el hincha que va al estadio cumple un papel que va más allá de hacer que sea vea bonito el estadio lleno en la televisión: genera ingresos.

Esa historia no la entendieron en el proyecto de la SuperLiga. El rechazo se escaló hasta llegar al Primer Ministro quien, aunque no tuviera interés, estaba obligado a alinearse con la causa más popular. La presión sobre dueños extranjeros, algunos de orígenes con dudosa reputación en campos como los derechos humanos, era difícil de aguantar.

La SuperLiga se planteaba como un torneo cerrado para 15 equipos más otros 5 por invitación. Un esquema parecido a la NBA, y de ahí se aferran quienes la defienden. Pero la NBA es diferente, más allá de la obvia diferencia cultural entre el deporte europeo y el de los Estados Unidos. La NBA tiene presencia casi uniforme a través del territorio de los Estados Unidos. La SuperLiga, con los 12 firmantes, apenas tenía presencia en tres ciudades inglesas, dos en España, dos en Italia. Poquito para tan magno proyecto.

Más allá de la tradición del ascenso y descenso en el fútbol, que fue la estrategia popular que triunfó en Inglaterra, la SuperLiga es un error de largo plazo para el deporte más importante del mundo. La concentración de la riqueza en el fútbol actual es tal, que para ver a los mejores hay que mirar siempre a los mismos cinco países. Pero de vez en cuando, de esos países surge alguna novedad como fue por ejemplo el Atalanta el año pasado. Además, ciertos equipos histórico, como Ajax o Porto logran de tanto en tanto montar una camada para hacer parcialmente frente a esos equipos que están acaparando la torta. Precisamente los mismos de la SuperLiga.

Este acaparamiento está minando el interés en el resto del planeta por sus ligas locales. En la clase de economía del deporte llevo años haciendo la misma encuesta entre mis estudiantes. ¿Es hincha de un equipo colombiano o extranjero? Cuando comencé, entre el 60% y 65% eran hinchas de un equipo local. Este semestre, por primera vez, encontré más hinchas de equipos extranjeros. La Superliga, logrando una concentración aún mayor, no ya en ligas, sino en cuatro o cinco clubes, llevaría al planeta del balón a ser una banda de robots siguiendo a los mismos un año sí, otro también.

Los primeros economistas del deporte plantearon que una liga deportiva era viable únicamente si había balance competitivo. Los deportes en Estados Unidos, aún cerrados, juegan con esas reglas tal que, por ejemplo, el peor, tiene derecho a escoger los mejores jóvenes la temporada siguiente. El famoso draft. La SuperLiga ya de nacimiento planteaba una repartición desigual entre ellos. Había 350 millones para seis equipos, 225 para cuatro, 112 para otros dos y 100 para los tres restantes”.

Eternizar a los mejores mataría el fútbol Hace 20 años una cámara captó a Lendoiro hablando con Laporta de una SuperLiga. Laporta, el mismo del hoy, el del Barcelona. Lendoiro es un nombre desconocido hoy porque era el mandamás de un equipo igualmente desconocido entre los jóvenes que llegan al mundo del balón: el Deportivo de La Coruña. Entonces uno de los grandes de Europa. En los ochenta, el Nottingham Forrest, el Hamburgo, el Aston Villa todos equipos menores hoy, incluso relegados, fueron Campeones de Europa. El fútbol ha llegado a ser lo que es por los cambios de ciclo permanente. Pretender eternizar el éxito es una fórmula para matar para siempre a la gallina de los huevos de oro.

El proyecto, quizás esté herido, pero no ha muerto. Simplemente recularán, incluirán la variable historia en el modelo, y lo volverán a intentar. Corresponde a la UEFA, a la FIFA, y a las federaciones nacionales reconocer que hay un peligro potencial. No contra sus ingresos, que son cuantiosos. Sino contra el fútbol mismo. Un grupo de señores venidos del otro lado de Atlántico, otro grupo con intereses muy específicos, pueden terminar matando en una década lo que se tardó 150 años en construir. Es hora de repensar estructuralmente el fútbol, su organización y su futuro. Y por supuesto la misma Champions League.

Porque es cierto que la primera ronda no es lo emocionante de años atrás. Quizás el problema no sea más partidos. Quizás sí sea interesante una Superliga, un torneo donde estén los mejores, pero cuya entrada sea meritoria, y donde hubiese participación de más de cinco países, dándoles las condiciones de competir. Pero esa es otra historia.

De momento, con el frenazo a la Superliga, el fútbol demostró que sí, es un negocio. Pero sigue siendo mucho más que un negocio.

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